sábado, 31 de octubre de 2009

Eran la doce del mediodía del viernes. Las nubes se apelotonaban sobre la isla de Las Palmas. Mi padre ese día tenía comida fuera y me despedí de Thor. Le dije que se portara bien, que guardara la casa, que no ladrara... Salí de casa, con el traje negro y una maletita de ejecutivo, de cuero negro, regalo de Marcelino, y un sombrero negro de paja, regalo de Berto, y crucé la plazoleta... ¿Adónde vas?, preguntaron los vecinos. A Madrid, a ver a una clienta, respondí. Pasé por La Pandorga para animar el viaje y llamé a un taxi. En media hora estaba en Los Rodeos. Durante el viaje, recompuse el puzzle.

Ya confesé que en estos tiempos escribo una novela narrada por un gigoló. Su vida y milagros, sus aventuras y desventuras, sus reflexiones psicológicas y antropológicas y sociales sobre las clientas. Para meterme en la piel del personaje me inscribí en uno de esos casinos cibernéticos donde mujeres buscan hombres, hombres buscan mujeres, etc., y aunque no me dejaron ponerlo en el perfil de presentación, cada vez que iniciaba un correo con alguna, me presentaba como un gigoló. Muchas me mandaron a la lista negra, pero algunas picaron. Tuve que dejarlo y despedirme cuando la cosa empezó a arder. Marcelino me había dejado el Diario de un seductor, de Sören Kierkegaard. Lo leí dos veces, y en la segunda lectura no me costó nada quitar la palabra "seductor" y poner "Gigoló". Me había convertido en un donjuán que sabe sacarle a doña Inés el dienro del convento. Me sorprendió lo de señoras que están dispuestas a pagar, a pagar a un joven Atlético, no a un pureta de sesenta años. Lamenté no tener por lo menos 30 menos y cerré el guachinche. No volví más por esa página. Hasta que el jueves pasado me dio por hacerle una visita. Estaba cargada de mensajes, a cuál más tentador, y los fui borrando uno a uno, hasta que tropecé con uno que no me atreví a borrar.



"Pago bien. ... Mi cargo me obliga a parecer una mujer honrada. Le pido discrección... ... vaya a esa agencia de viaje, ahí tiene un pasaje a su nombre".



Aproveché que estaba on line y le pedí chatear. Me lo concedió enseguida. No perdí el tiempo. Le dije que yo no tenía 27 años sino 50 (con tinte en el pelo y la dentadura postiza parezco más joven, esto no se lo dije)... y que todo había sido una broma de mal gusto y que me disculpara. En lugar de cerrar y mandarme a la lista negra, siguió interesada por mí, mi vida y milagros y la tarifa de mis servicio de compañía. De ella supe que era

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