viernes, 16 de octubre de 2009

"Los demócratas
han aprendido
de las moscas:
cuanto mayor
sea el tamaño
de la mierda
tanto más grande
es el consenso".
(Roger Wolfe)

Dicen que aquel filósofo alemán se volvió loco porque terminó abrazando a un burro. Yo no lo creo. Más bien pienso que se dio cuenta, por fin, de que más vale abrazar a un noble animal que hablarles a los humanos. Sobre todo cuando sales de la vendimia y regresas a la polis, e intentas comprender los mundos y los discursos de los políticos y sus corifeos.
En la vendimia, lamentó el mago no tener memoria magnetofónica. Los vendimiadores se arracimaban en grupos y avanzaban por los parrales sin distanciarse unos de otros. Motivo: a medida que cortaban los racimos y quitaban la mala uva, iban desgranando cuentos, cuentos reales, del pasado y del presente, y cuentos fantásticos. Cuando el mago se vino a dar cuenta, ya la finca estaba vendimiada, y la fiesta verbal siguió en la comida. Buena comida y buen vino. Incluso después, cuando todos los demás marcharon, y el mago se quedó con el cuñado limpiando esto y lo otro, no le importó esta vez la obsesión de aquel hombre de ir juntos a Pisa con un proyecto inmaculado para enderezar la Torre.
--Lo siento, ahora voy a volver a la política. Necesito tiempo para informarme y prepararme, pero si quieres, vas un día a la radio y hablas de tu proyecto --dijo el mago.
--Yo, si voy, es a Radio Nacional o a la Ser, no a esa Radio Unión de Tenerife que no oye nadie.
Bueno, la oyen en Navarra, en Madrid y Campanilla en su tetera.
El buen vendimiador sabe cuándo es la hora de irse. Necesito pensar. Y mi cuñado no me ayuda. Él está ahora obsesionado con la arquitectura y yo estoy obsesionado con la política. Arquitectura y política son aún más incompatibles que el amor y la ambición. Y mi ambición es meterme en política algún día ser yo el ministro en lugar del ministro. Todavía no sé si de Hacienda o de Justicia. Quizá lo mejor sea juntarlos a los dos en un único Ministerio. Ya lo pensaré.
Por lo pronto me estoy ejercitando en aprender el arte de la mentira. Aprender a mentir con una convincente sabiduría es un arte. En el amor, en la ambición, en la política y en los negocios. Necesito pensar. Cimentar con acierto las columnas. El Castillo me ayuda a pensar, a conocer al pueblo. Si no conoces al pueblo, mal vas a saber mentir.
--Jesús --increpa Miguel el andaluz, mi vecino--, ¿Tú sabes de quién es el gallo? --un gallo que no para de cantar desde las cinco de la mañana--... Poque voy a pegarle un tiro al gallo, y después le pego un tiro a la campana... Entre la campana y el gallo...
Su colega Alfonso me pregunta por ochenta vez por mi libro. Buen momento para irle a buscar un ejemplar. Los laureles de la muralla y la jacaranda y la adelfa de la plazoleta no quieren matar al gallo ni acallar la campana. Le bajo un ejemplar de Agosta a Alfonso. Miguel y Alberto están enfrascados en una discusión furibunda. Alberto tiene pinta de gallo y seguramente se sintió amenazado.
Miguel se va a acostar y la barra queda más tranquila. Un forastero, de Valleguerra, habla de la lucha canaria con Alfonso. Alfonso elogia la portada del libro. Él también quiso ser escritor. Una vez compró una máquina de escribir, le puso un folió en blanco y tecleó "era una noche oscura de boca de lobo" y estuvo días delante de la máquina buscando la frase siguiente. Perdió los nervios. Tiró la máquina por la ventana y se dedicó al oficio de camarero. Cuando sale de trabajar, a menudo desemboca en el Castillo, a veces con sus colegas de la hostelería, Miguel y Sevilla, a veces solo. Su afición es el whisky, la mía es el ron. Y gracias al libro me invita a la penúltima.

Posdata: al final no era Campanilla, así que me disculpo con ella. La de aquella tetera no tenía alas, pero allí hay buen vino y buen cherne y buen pulpo...

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