sábado, 16 de noviembre de 2019

Imagino el cuento de un asesino que mata no por odio ni por dinero, sino porque no soporta los elogios. Tiene el complejo de la Bestia: "Llámame Bestia, no me gustan los halagos". En todo cuento el autor pone algo de sí mismo (vamos a decir que esto es verdad). A mí me pasaba jugando al fútbol.
Estaba haciendo un partido tremendo (jugaba de central, en la defensa, y no dejaba pasar una) y los idiotas del equipo me empezaron a echar flores. A partir de ahí, no di pie con bola. Los odié a todos.

Es la variación de un cuento, o relato largo, que tengo en la cabeza hace tiempo. En la anterior versión el asesino es un lector de poesía. Y decide matar a poetas infumables que se atreven a sacar sus putos versos al aire. Tenía el protagonista una lista de nombres. En su cerebro: Canarias, que presumía de buenos poetas, y con razón, se había llenado de poetas que más guapos están con un tiro en la cabeza o ahorcados o, vaciado el líquido de los frenos del coche, arriscados por un precipicio. Esta versión era subjetiva, pues dependía del gusto estético del lector asesino. La actual es más objetiva y más drástica. El elogiador, si no es hipócrita, es alguien que te admira y te tiene afecto. Ahí está la gracia: matar a quien te quiere. Para que no te ande debilitando con el puto elogio.

Por lo pronto, como la ley no me permite matar a nadie, ni mi conciencia tampoco me permite más crímenes, sólo podría llevarlo a un cuento, a ese inocente o endemoniado mundo de las palabras, que no incumplan ninguna ley.

Por lo pronto, para curarme en salud, si alguien me elogia por algún motivo, ejerzo una acción contraria a ese motivo, y suele dar resultado; el elogiador cambia de opinión y me deja en paz. Algo es algo. 

A uno le molesta en los demás el defecto que uno tiene. A mí sí me gusta elogiar. A Ignacio, por ejemplo. Hoy estaba dormido, soñando que discutía con Sócrates, y me despertó el móvil. Posma de ruido en un sueño dialéctico. Era él, esperando en la puerta. Cosas nuestras, asuntos particulares. Lo único que puedo contar es la botella de vino, de Arona. Lo demás algo le cuento a mi amiga de la Silla de la Reina, donde nos vemos algunas veces y hablamos de palabras. Metalenguaje. A Ignacio cada vez que lo veo le pregunto por María, de su pueblo, de Charco del Pino. No la conoce de nada. Le describo sus cabellos, su rostro, su estilo narrativo... y nada. No sabe quién es.

Me estoy preparando para dar un paseo. Me conviene. Ahora sólo bajo a la ciudad si hay algo que me interese en serio o quedo con un amigo.  Me interesa lo de hoy en Librería de Mujeres. Tres autores canarios. Uno (una) sobresaliente; otro notable, y el otro no sé todavía qué nota tiene. Los tres están a salvo del lector loco.   

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