viernes, 8 de noviembre de 2019

--No quiero llamarla, porque descuelga ese burro, ese animal --el cuñado-- y no tengo ganas de oír sus becerridos... ¿Sabes? Un día intentó propasarse conmigo. A mi casa entran hombres, el butanero, el fontanero, el electricista y... y tenemos bromas pero ninguno ha intentado... pero ese animal se creyó que todo el monte es orégano.

--Olió tu aroma a hierbabuena y no pudo resistir el desconsuelo --le digo.

La señora dentro a la puerta de su casa, sentada en un sofá que le permite ver lo que pasa en la calle, o mejor dicho a quienes pasan por la calle delante de su puerta. Yo suelo hablar con ella un poco más allá de la cortesía desde que me quiso indagar qué tratos tenía yo con la señora que vive con la hermana triste y el cuñado animal que se quiso propasar. Su mujer, la de este cuñado,  está ahora ingresada.

--Tiene anemia y mala respiración, por eso la tienen ingresada.

Me informa. Me despido y me acerco a Ibrahim. Escalinata tranquila, con Miguel, el hombre de los perros, en una silla sentado, mirando la agradable llovizna. Me agradan las historias que me cuenta. Cómo le habla a los perros, que lo entienden todo, lo que hacen, el distinto carácter...

--Había un gato, que esos son más inteligente todavía que los perros, que... --interviene otro que conozco y tengo normal trato pero aún no sé su nombre.

Regreso a casa entre la posma (palabra y realidad importante en la literatura de Ignacio Gaspar), y la señora del sillón, con la que ya tengo un trato conversacional, me detiene para seguir hablándome de qué cosas hizo el burro que quiso propasarse. Los cuentos para niños empiezan así. Son versiones imaginativas de los relatos corrientes en una experta criticona (o criticón). La mejor literatura nace en las malos lugares, en lugares donde la palabra no tiene consideración con nadie, sino al contrario. El personaje interesante y pertinente es al que se le puede sacar a gusto el cuero. Si la narradora sabe narrar, me encanta oirla. Es el caso. Me ilustro además.

*
Pienso en El jugador y en El hombre del subsuelo (novelas de Dostoievski). La culpa la tiene la máquina tragaperras de Ibrahim. Creo que le han cambiado el algoritmo. En la zona de bonos tarda en dar premio, y cuando da un mysterio el premio es de poca monta. Es preferible no subir a bonos. A menos que un jugador anterior haya jugado veinte bonos y no haya sacado nada.
Perder intuyendo que vas a ganar es una jodienda, pero es una idiotez (y más que ludopatía) jugar intuyendo que vas a perder. Este es motivo para no jugar, y menos cuando lo haces por necesidad ("quien juega por necesidad, pierde por obligación").

Sigo jugando. Y con fuego.





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