domingo, 15 de noviembre de 2020

 --¿Me dejas algo? --me dice el vecino Carlos, que tiene ahora un andamio enorme por fuera, 22 euros al día; cambió la puerta y está arreglando a fondo la fachada. El maestro albañil y el ayudante son un número, pero esto espero que me lo cuente Nicolás. Está acojonado con el virus y ya casi no sale a la calle. Desde su ventana de arriba discute la eterna diatriba, sobre las pateras y los que llegan, con el canijo y nervioso Miguelito, él también en su ventana.

--Hoy llegaron 700...

--Van a poner barcos de guerra... y ya están montando campamentos militares para alojar a los que están en el muelle de Arguineguín --les digo, en saliendo a abrir la ventana, legañoso y aún sin el primer café del día, acabante de levantar.

La cabeza descansa de las pesadillas. Ahora, gracias a Iris Borondiana, recuerdo una. De mi madre. Mi madre una vez me contó que dormía la siesta conmigo en el pecho y soñaba que un huraño gato la arañaba sin piedad. El lugar era Candelaria, la casa de mi abuela. Mi madre cogió al gato y lo aventó lo más lejos que pudo. Se estampó contra el piso del patio de la casa de mi abuela. El gato era yo. Mi madre despertó de la pesadilla y se asustó al verme, llorando como un becerro sobre el piso.

Historia de gatos en mi familia ha habido más. Alrededor de esa casa antes de yo nacer, en los descampados de malpaís maullaban gatos y gatas en noches de celo. Mi abuelo los cazó a todos y los metió en un saco...

Gatos en la literatura es célebre el del cuento de Poe. El maullido de un gato delata al asesino. No recuerdo ahora más ninguno.

No sé si tomar del diablo o mantenerme tranquilo, con la cabeza en una neblina sin nada especial, como quien se adormila en el cine; notas el peso de la película pero no aprecias ninguna escena, todo es una amalgama, una goma en el aire.

Abrí esto para contar parte de una historia, la noche del sábado en Ibrahim, y no he contado nada. Baja forma. Física. Los acostumbrados miedos y danzar con ellos. Lo de Ibrahim mañana, tal vez.

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