jueves, 30 de mayo de 2019

A ver si quien no se esperaba eso de mí, me entiende, o no me entiende y nos vamos cada cual a su casa, la de ella mejor que la mía, con animales (soy amigo de los animales, me entiendo bien con los perros, con los gatos nos tenemos respeto, con las ratas todavía no.)
 La conversación --yo la tomé así-- era si está bien o mal que alguien se tome la justicia por su propia mano y responda a la agresión con agresión. No se trata de defender al maltratador. ¿Quién diablos defiende a alguien que abusa de otro ser más débil? Suele ser un acto de cobardía, y es indefendible. Pero ¿quién es maltratador? ¿Mi madre era maltratadora porque me dio unas cuantas palizas?
 ¿En todos los juicios de violencia de género se juzga a un maltratador o no siempre es así?
 Le puse el caso de la película El hombre tranquilo, de Jonh Ford. Pero las coincidencias de la vida. La conversación intelectual --que veo que ha provocado emociones turbulentas-- coincidió con el inicio del capítulo tercero de El siglo de las luces:

En un vasto júbilo de salvas, banderas tricolores, músicas revolucionarias, comenzaron a salir las pequeñas escuadras del puerto de la Pointe-à-Pitre. Esteban, luego de holgazarse por última vez cn Mademoiselle Athalie Bajazet y de morderle los pechos con una ferocidad que mucho debía al rencor, le había amoratado las nalgas a bofetones --tenía el cuerpo demasiado lindo para que pudiera pegársele en otra parte-- por soplona y policía, dejándola gimiente, arrepentida y, acaso por vez primera, realmente enamorada.

En fin, dicen que Carpentier no era un ejemplo, sino lo contrario, de moralidad humana. Pero me ha hecho recordar algo que me sucedió. Con una peruana cuando yo vivía en San Andrés. (Ya lo conté aquí, pero hace tanto tiempo que lo voy a volver a contar.) En la fiesta del pueblo. Ella borracha y yo también. Me preguntó si tenía coche, le dije que si y me dijo que la llevara al Puertito de Guímar. Fuimos. Subimos al apartamento que ella habitaba. Después de tal cual, me enseñó el armario. Lleno con ropa de hombre y me dijo que me llevara lo que quisiera. No cogí nada. Me contó que había denunciado a su maromo, el juez le impuso orden de alejamiento. Ella lo llamó para que fuera a verla, tenían que hablar. Él, seguramente un enamorado, aceptó. Ella llamó a la policía cuando lo vio acercarse, y en consecuencia lo metieron en prisión. En fin, fuimos a dormir. A la mañana siguiente, mis gafas habían desaparecido. Se puso brava. "Yo esas gafas no las cogí." Me fui. Nos volvimos a encontrar otra noche en San Andrés.
--Tus gafas las tengo en mi mesanoche y cuando me acuesto le limpio los cristales.
Su voz tenía el sonido de la verdad. Volví con ella a Guímar a buscar las gafas. Los cristales estaban límpisimos.



En fin. Cada caso es un mundo. Y si no me entiendes, o no te entiendo, adiós.
No tengo ternura. Ni la quiero.

No hay comentarios: