miércoles, 22 de enero de 2020

El día es caluroso y la noche es fresca. Cuando el viejo sabio se va dejando la casa oliendo a opio, el viento entre la espesa maleza es música. Juan Royo seguro que sabría identificarla. Una vez escribió una ópera. Conoce música. No se pierde un gran concierto ni en Madrid ni en Barcelona, y casi ninguno en el Auditorio de Calatrava. Es sibarita de la música, enemigo de las murgas. Bueno, eso digo yo ahora desde aquí, a los pies de la selva y a 20 kilómetros río arriba de Chiang Mai. Es la hora en que mi esposa va a la ciudad, al mercado, y yo oigo la música de la selva, incluso el rugido de un leopardo, y pienso en los amigos que dejé en Tenerife. De los que son autores no me traje sus obras. Pero también suelo recordarlas mientras adivino el rondar de serpientes venenosas alrededor de la casa. Si pienso en serpientes venenosas, es una alegría ver regresar a mi esposa con las cestas de comida, algún otro detalle, y encender el fuego. Creo que a esta mujer la obedecen todos los animales de la selva. Cuando ella está en casa, el leopardo calla, las serpientes se alejan y la música de la selva es ahora acompañamiento de su voz. Yo la escucho. No entiendo nada. O tal vez lo entiendo todo. Por lo menos entiendo que quiere que vaya con ella al mercado de Chiang Mai. Muevo la cabeza de un lado a otro. Ya veré. Camino mejor y ella sabe moverse como si siempre hubiera vivido en este antiguamente reino de Siam.

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