viernes, 24 de enero de 2020

Por la mañana, mientras mi esposa se entretenía cortejando a los pájaros con el ukelele, me acerqué al mirador y tuve una visión no agradable. Vi que el cielo sobre el bosque al otro lado del río se incendiaba de fuego, armas de fuego, y lo veía pero no lo oía. A mis oídos seguía llegando el suave sonido del instrumento que ella tocaba. Sonido suave y amable en contrapunto con las imágenes violentas, estridenres. Cochinos y otras especies huían hacia abajo, despavoridos. Cuando mi esposa dejó de tocar, esas imágenes irreales desaparecieron y mis ojos volvieron a la realidad.

¿Cómo puedo explicar la sensación que tengo de estar aquí? Es como estar en el paraíso, pero sin Dios. Si Dios estuviera conmigo no tendría temores ni visiones. Esto está poblado de budistas, monjes de una religión sin dios. Aparentemente una religión sin dios, pero sé que mi esposa y el sabio que siempre gana a las damas tienen la emanación de Dios. Yo no. Pienso que Dios es una mujer prisionera. Pienso muchas cosas.

Hoy el sabio de Siam entró por la puerta sin saludar, preparó la pipa de opio, él no quiso fumar, y jugó las tres partidas de dama sin pronunciar ninguna palabra. Todavía no puedo hablar con nadie en tailandés. Sólo por señas y gestos. Una comunicación elemental. Pero no sé cómo preguntarle qué le preocupa. Vino preocupado. Y cuando se fue, el tramo que la acompañó, iban mudos los dos y más despacio. Algo ocurre. No sé lo que es.

No he vuelto a tener visiones.


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