miércoles, 8 de enero de 2020

Todo lo que antes me daba pereza (fregar la loza, barrer...) pero que cuando me ponía a hacerlo era tan liviano como cantar solo, ahora me cuesta un esfuerzo. Incluso limpiar la cafetera y hacer un café. Qué paradójico, estaba ya fortalecido del virus aquel y vuelvo a recaer. Y ahora sin ayuda ninguna. No quería dependencia de nadie, por una vez en la vida, y dios, en sus apuestas con el diablo, me hace esta putada. Hoy pude ir al super del barrio. Por fortuna haces la compra y te la pueden traer a casa. Si no, no sé yo; como el otro día que, a cambio de unos euros, vi a la mujer lagarto y le encargué ese cometido. Quiso quedarse un rato en mi casa y sacar algo más, a cambio de un servicio sexual, pero le dije que no. Por lo menos ahora no estoy ensatirado y su cuerpo no tiene un olor que me inspire, y el dinero, aunque tuviese ganas, no puedo desperdiciarlo.

Siao-Ling insiste en ayudarme a renovar el carnet. Mosca en la oreja. ¿Por qué insiste tanto? Todavía estoy empadronado en la casa del norte, de la que le cedí mi parte, como agradecimiento (no sé si fue agradecimiento de verdad) cuando la primera crisis, que me ayudó, pero en ralación con la antigua casa contándome una mentira que ahora, después de la encerrona del almuerzo de navidad, sé que es mentira. Lo que se perdió se perdió, pero me intriga su insistencia en que cambie el padrón. De todas maneras, prefiero --si puedo-- hacerlo yo solo. Pensar en esa historia, recogida en parte en Barrio Chino, no me sienta bien. Y que siga interviniendo, ahora sin más detalles que conmuevan, no quiero.
En fin, no sé por qué sigo escribiendo aquí. Supongo que para matar el tiempo. O para no olvidar lo esencial. La salida del laberinto.

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