lunes, 7 de diciembre de 2020

 Sueño que estoy en una casa con una pareja de amigos, él y ella desconocidos en la realidad pero amigos de gran confianza en el sueño. La casa estaba rodeada de jardines y un amplio estanque-piscina. En los algo descuidados jardines vivía Bukovski, refugiado en su pobreza y con una cartera triangular, amplia, de cuero, donde guardaba los papeles, triangulares, en los que escribía sus poemas.

--El mejor poeta del siglo y míralo como está.

En un aparte me dijo el amigo anfitrión que el hombre de Los Ángeles había leído unas coplas que yo escribí y que le entró un cabreo enorme, de lo torpes que eran.

Cuando lo vi, me dijo que no estaban tan mal.

--Mejóralas tú.

No dijo que no pero regañó la cara. No iba a mejorar ni una estrofa, no iba a tomarse esa molestia, ya tenía suficiente con lo suyo propio.

El lugar se fue haciendo festivo con la llegada de gente. Roberto y Olga, Ramón el de la flauta... y desconocidos... Uno sobre un tablero, con motivos que había puesto Nicolás, escribía en cada casilla una palabra descalificadora. El contrajuego no molestaba, al contrario, le daba vigor creativo al tablero.

*

El día ayer fue con sorpresa final. Me vinieron a recoger, como el otro día, Isa y Sita. Esta vez no embarcaron a Ramón, que estaba en el Sur y no se había apuntado. Mejor. Mejor para mí. 

Buscando un guachinche, cerrado este cerrado el otro, llegamos a la Cruz del Carmen. Comimos y luego tocaba trabajar.

En la sobremesa, con un viejo camarero que sacó el título en Oxford, que no daba una medianamente bien, Sita me preguntó por Ramallo y por Juan Royo. Le habló a Isa de Cucarachas con Chanel, El fulgor del barranco y Mejor cuando improvisas. La que más le había estremecido es esa última.

--Parece que está contando su vida. Va de una niña boliviana... --dijo.

 (Se lo preguntaré a Juan el martes que viene --¿cuánto hay de tu vida en esa novela, Juan?-- si cuaja el plan de pasar una noche japonesa.)

--¿Vamos a mi casa de Icod? --propuso Sita. 

Cómo no. Hace tiempo que no voy al norte. A la patria de mis abuelos Petronila Díaz  y Juan Rodríguez. En el viaje me llamó mucho la atención una nube entre el cúmulo que se asentaba sobre el horizonte del mar. Tenía la forma del hongo que formó la bomba atómica. Quieta, tranquila, apacible como un perro de presa que acecha su entorno.

La casa de Sita en Icod está en el barrio de La Mancha, en medio de un laberinto de estrechas calles. Hermosa casa terrera pero en obras. Llamada de atención de un vecino porque los albañiles, Pepe y Otilio, argentinos de campo profundo (según Sita), habían dejado la parte de fuera toda escachambrada y tuvieron los vecinos que limpiarla. Dentro tampoco habían limpiado. Todo lleno de polvo. Tuvimos que darle la vuelta a un colchón. Pero allí no se podía trabajar. Entonces volvimos hacia La Laguna, al palacete que tiene mi amiga allí. Limpio pero vacío como un escoplo. En la cocina me dieron la sorpresa. Aunque con retraso, lo habían dispuesto todo --cosas de mujeres-- para celebrar mi cumpleaños. Logré abrir la botella de vino con una navaja y sonó la música. Y comenzó el baile de Babalú...

--Yo lo vi primero y primero conmigo --terció Sita para que no se me fueran las manos a la cintura de Isa, quizá temerosa de que, con 67 recién cumplidos, sólo iba a tener energías para una. Pero no. Bailé con las dos. El vino me dio el espíritu del baile en aquella casa de bohío, con aguacateros y... una planta que no conocía: orégano cubano. Qué buen olor.

Luego trabajamos lo que teníamos que trabajar, y no ha sido más que el inicio. Que Yemayá me ilumine para seguir con el cometido en que Isa y Sita me han embarcado. 


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