lunes, 9 de marzo de 2020

Alonso Quijano cuando mudó de estado, mudó también el nombre y pasó a llamarse Quijote. Que rime ripiosamente con Cipote es algo que han aprovechado algunos hacedores de colorines, los dioses los confundan. Si hay algún amor platónico en la literatura universal, el del ridículo caballero se lleva la palma. Tan ridículo que ni siquiera existía realmente el motivo que inspiraba ese amor. De igual manera que don Quijote fue una ensoñación de Cervantes (o del primer autor, el moro no me acuerdo el nombre), Dulcinea fue una ensoñación de don Quijote. Todo el tiempo estuvo con esa tontería en la cabeza. Hasta que despertó, en el sentido que está en la canción mexicana de que la vida es sueño y la muerte el despertar. Sin esa muerte final, el libro es un compendio de cómicas y agridulces aventuras. Es en las páginas finales que cobra una seriedad que hiela el corazón. Eso se lo debe Cervantes a Avellaneda. Sin la torpe intervención de Avellaneda, el libro se hubiese quedado en agradable lectura pero no mucho más. Esa muerte del triste caballero es la carga de profundidad que dinamita todo lo anterior y lo hace grande, sublime.

Cuida el final de la novela.

Jim Thompson también tiene finales que hacen caer el resto del libro en un torbellino. Espantosamente sobrio.

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