miércoles, 15 de julio de 2020

Después de que Dráculas el otro día en Transilvania me llamara muerto de hambre (en un castellano correctísimo; nada de muertodiambre), qué me va a ofender a mí nada ya más. Lo decía por uno que me ataca por hacer ripios y entre líneas me dice que soy de la cuerda de mi antiguo amigo Karmelo. Le pregunté qué tiene qué ver la poesía de Karmelo con los ripios castellanos con los que yo prendo leña. A ver si contesta. Esto está --no sé si el conde de Transilvania lo seguirá leyendo-- en el blog de Martín. Es una amistad la mía con Martín un poco rara. Quizá porque somos dos polos opuestos. Él es erudito, sabe pensar y tiene sentimientos. Yo erudito de cajón en el mejor de los casos, devoto de no pensar y más adicto a la emoción que al sentimiento.

Juan Royo en la cena de cordero a la leña la otra noche, aludió... vaya, ya no me acuerdo a lo que aludió, se me escapó de la memoria. La memoria tiene que ver con el instinto. Hay que mover el encaje del instinto. Recuerdo el muñeco de Taganana, la foto del judas (en San Andrés lo llamábamos el judas) que me mandó Ramón. Ah, sí. Habló  Juan del fenómeno de Taganana. Mi hermana y yo lo veíamos en una foto en una tienda que había por debajo del Frigo, donde trabajó mi madre, en el picadero. Yo de él me acuerdo cuando tenía dos o tres años. Subí con mi padre por el camino de tierra de las cuevitas (frente a la antigua playa de Los Trabucos) hasta la carretera, o mejor dicho, mejor recordado, cuando la guagua, en viaje de Santa Cruz a San Andrés, paró para nosotros bajarnos en la parada de las cuevitas. Yo seguro había subido a la guagua por la puerta de alante, donde a mí me gustaba sentarme, y fui a salir por la de atrás, y en la última fila estaba él. El Fenómeno de Taganana. Nunca supe su nombre de bautizo. La única peculiaridad en ese tiempo, era una boca muy grande, con dientes grandes. Al principio me asusté. Pero la sonrisa y la mirada de aquel hombre me tranquilizaron. Si alguien con sólo la mirada y la sonrisa me mostró alguna vez un afecto enorme, fue ese hombre. El Fenómeno.

Por la ventana mientras escribo aparece una muchacha (16 ó 18 años de edad) y un niño menudo en un carrito. Nicolás viene a pedirme un cigarro. Salgo. La muchacha en manga de camisas, pantalón vaquero por encima de los muslos (belleza objetiva, venus de Botticelli) y el niño abrigado con una manta.

Corre la brisa fresca.

--El niño no, el niño no se enfría, pero ella no sé.

Me hace señal de callar. Está bien que me informe de que el niño y la muchacha son hermanos, y que el padre es un vecino de más arriba que tiene una moto poderosa y él es hombre atlético, musculoso. Pero que diga que me lo dice para que no me busque problemas, está de más. Le digo que se ahorre lo de los problemas, que ya he tenido y he resuelto. Y si no lo resuelvo, me jodo. Pero lo primero que jode es que me manden callar, aunque sea de buenas maneras.

La muchacha vuelve a pasar, esta vez con un bebé en brazos. Abrigado. Ella no. Miro a la ventana, miro hacia fuera. Ella a mí no me ve. Yo a ella sí.

Hoy tengo pasta que me quedó ayer. Y compré queso rayado. Saco la pasta del agua, la pongo en la sartén, pico ajos, un poco del perejil de la vecina la peluquera y un poco de vino. Y luego a Ibrahim, a comprar cigarros y coger el fresco.

Me pregunto si la señora V leerá estas líneas. Si lo supiera y las leyera le escribiría en exclusiva. La ignorancia es una jodienda.

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