martes, 9 de julio de 2019

No me gustan los capítulos misteriosos, herméticos, así que paso a otro. Dejo atrás el reloj que da la hora en la casa de los locos. Cuando venía de Ibrahim el viento me habló. Tenía voz de mujer cuando tropezaba con la esquina del limonero, a la entrada de la calle, y voz de hombre cuando no tenía obstáculo. Frente a mi casa la vecina, la puerta abierta, hablaba con un muchacho que había dejado la bicicleta cerca. La figura que mostraba era insinuante. Brazos alzados sobre el cabello y tobillos cruzados. Pechos erguidos. Saludo afectuoso. Capítulo abierto. Cambio de luna.

Hoy bajé a la rambla a hacer copia en papel de los cuentos pornográficos, los injertos de cuento culto con cuento vulgar. El injerto da frutos inesperados. Eso es lo que me interesa. Al margen había escrito un sueño que tuve hace tiempo. Quizá lo ponga en el libro. Una amalgama de episodios en Ibrahim, conversaciones con el vecino jardinero y el sueño con HH y... Un sueño que se parece tanto al episodio de la otra noche, la del frustrado recital.

HH. Dios mío. Vuelvo al tiempo de la juventud. Santa Cruz era entonces una ciudad con alma. Abierta al mar, marinos que alegraban la calle Miraflores, películas de verano en la plaza de toros, sórdidas aventuras en el cine la paz, la revolución andando, Cubillo con la lucha armada, mi madre, qué error. Los errores se pagan. Cerraron el puerto. Se acabó la fiesta. cada uno a su casa. Así es Santa Cruz. Y yo me voy a acostar. Mientras cambia la luna.

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