martes, 2 de julio de 2019

Odiaba a casi todo el mundo y a mí mismo. No sé si primero dejé de odiar a casi todo el mundo o primero a mí, o si fue al revés. Ahora no odio a nadie. Nadie merece esa gran atención, ni uno mismo. Lo mismo pasó con el amor. Otro espejismo de la civilización humana. Aquí la cuestión es la misma. Dejas de amar a los demás y te dejas de amar a ti mismo. Nadie merece tanta atención, ni tú mismo. La vida es negocio y compenetración sexual. Buenos negocios traen armonía. Buena relación sexual también. Lo malo en una cosa y otra provoca desavenencias, angustias y crímenes.

Más difícil de erradicar de las enfermedades del alma es el miedo. En mi caso. Un muerto me inoculó el miedo cuando yo tenía siete años de edad. Este cuento lo podría escribir con la vibración adecuada mi amigo Ignacio Gaspar. Yo referiré el argumento. En el patio de su casa aquel hombre, cuando estaba vivo y yo regresaba de la escuela, solía contarme cuentos que supongo que mi inconsciente conservan. Ese hombre murió. Vivía con una tía de mi padre y la noche del velatorio, después de marcharse la gente, yo dormí en una cama y mi madre en otra. Soñé que Guzmán --ese era su nombre-- me contaba un cuento en el patio, como solía hacer. De pronto el hombre se convirtió en una fiera y saltó sobre mí para devorarme.  Desperté. Asustado me fui a refugiar junto a mi madre en su cama. Cuando ya estuve tranquilo, asomé la cabeza sobre la colcha. Allí estaba ese hombre en la puerta. Su presencia no me asustó. Fue su sonrisa. Su torcida sonrisa. Fue la semilla del miedo.

Me he acostumbrado a vivir con él. Pero preso de sus tentáculos. Siempre cohibido a la hora de la verdad. Hasta hoy, Que no siento -- o muy poco-- ni el peso del odio ni el del amor. Y ahora, qué demonios, me doy cuenta que es un aliado. Acepto que me dé la mano. El miedo guarda la viña.

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