lunes, 8 de julio de 2019

Son afortunados los días que uno gana en el juego, y desafortunados los días que uno pierde. Jugar sabiendo que vas a perder y quejarte, es como para que te ahorquen. Jugar intuyendo que vas a ganar y pierdes, es para que corrijas las ondas magnéticas de la intuición. Lo digo porque hoy a mediodía jugué, en la máquina de Ibrahim, cinco euros estando al lado, en la barra, en la butaca junto a la máquina, un cliente anónimo, mal gafe, lo olí. No me iba a dar suerte sino al contrario, y jugué. Perdí, sabía que iba a perder. Me cagué en mi madre, no por perder sino por haber jugado. Y por la noche, tuve la intuición de que iba a ganar. Todo el rato viendo las cabezas de los clientes, amigos, conocidos y desconocidos. No tomo apuntes al natural pero cazo con la memoria la imagen, las cabezas, como notas de solfeo, flotando en el recinto de Ibrahim, fuera y dentro de la barra, y a unos cuantos metros la puerta abierta al mundo, a la noche, a la extraña curva de la calle Fonterpecius o como se llame. Le pedí un ron y cuatro cigarros a mi amigo. A Ibrahim lo tengo como amigo, como a unos poco otros allí dentro y en la escalinata, a Marcos el amaestrador de hurones o a Esteban el cazador que caza todas las noticias de la barriada, ajena a la ciudad allá abajo, como escribía Jerez hoy en el periódico. El Día, el diario que se quedó sin caciques que defender. Buscará a otros. Y supe que iba a ganar. El cuatro era el número de la rueda de la fortuna. Pero como le di dos euros, Ibrahim me dio cinco cigarrillos.
--Coño, Ibrahim, me jodiste. Al cinco le tengo manía, no me trae sino problemas.
Y sin embargo jugué. Perdí. Pero mañana voy a ganar. El cinco es el número de Diablo y de Dios. Hoy tocó Dios. Mañana tocará el Diablo.

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