sábado, 1 de mayo de 2021

después de la lectura

de El don de Vorace, de Félix Francisco Casanova

La novela de un asesino en serie contada por él mismo: Bernardo Vorace.

La  primera víctima es su maestro literario, un viejo enamorado de Hitler, un escritor soporífero que quiere donar a la humanidad sus escritos pestilentes (según Bernardo). Lo único valioso que tiene este impotente viejo es Marta, su joven mujer y amante de Bernardo hasta que el marido muere y ella desaparece con la herencia y no quiere saber nada más nunca de su amante, atroz asesino. Bernardo sufre la ausencia de Marta mientras que Débora, que se proclama su novia con una pesadez insoportable, se le pega como una lapa. Bernardo sólo la medio soporta cuando están en faena sexual. Cuando calla, cuando no habla, es más soportable. El narrador decide callarla para siempre. Una noche de niebla la manda al sueño eterno tirándola por un puente, contra las aguas de un río torrencial. En el funeral consuela a la señora Beltrán, la desconsolada madre de Débora. El consuelo se convierte en una sinceridad que corta como un cuchillo afilado. El corazón de la mujer no puede soportarlo y muere, un infarto.

El siguiente es un crimen en masa. Bernardo no puede soportar vivir en la cabeza de los otros. A todos sus amigos y conocidos los invita a una fiesta de disfraces. Cada invitado tiene que ir con un disfraz de animal. La fiesta es en una gran casa, de su propiedad, y en los sótanos pone en marcha una bomba de relojería. Él escapa por una ventana segundos antes de que explote y todos allí dentro quedan triturado y carbonizados. Un juez lo condena a  varias penas de muerte. En capilla, en la cárcel, conoce a un viejo que le regala una biblia escrita por el diablo, el libro de la Verdad.

A un sacerdote que quiere redimirlo, que presume de redentor especializado en almas descarriadas, está a punto de asfixiarlo con el rosario, apretando el cuello del cura, pero las cuentas se deshacen y no lo consigue. El cura sale de la celda echando maldiciones.

Haberse tirado a la calle desde un sexto piso o pegarse un tiro en la sien, a Bernardo no le ha servido de nada porque está condenado a la inmortalidad, a vivir eternamente. El garrote vil tampoco le facilita lo que más desea: morir.

Hasta aquí grosso modo el esqueleto de la novela, su contenido dramático. Todo esto arropado por un decorado verbal que parece fluir de los cuadros del infierno de El Bosco. 

La lectura no ha sido fluida. He tenido que hacer un esfuerzo. Me falta el penúltimo y último capítulo. Tal vez en una siguiente entrada, copie aquí algún fragmento de la obra y diga algo más. 

*

Egaranda, se me quedó en la cabeza ese perro egipcio guardián de los hippies. Intrigado. Yo creo que ya conté lo que me pasó con dos perros furiosos una noche en la dársena. Me atacaron y cuando ya los tenía encima me puse a bailar a la pata coja y cantar rebujinas. Se quedaron quietos, mudos, mirándose uno al otro, perplejos. Menos mal que en ese momento me acordé de lo que dijo un cazador: cuando un animal te ataque, haz algo que lo descoloque. Eso hice.



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